ONE SHORT STORY

By María Laffitte

“La flecha y la esponja”

Desde hace algún tiempo, los jueves, los sábados, los lunes, los miércoles, los martes, los viernes y los domingos se repetían para mí —aún no he logrado saber por qué— con abrumadora frecuencia. También me pasaban otras cosas extrañas. Por ejemplo: me sorprendía a mí mismo quitándome los zapatos y poniéndome el pijama, quitándome el pijama y poniéndome los zapatos de forma regularmente bidiaria. ¿Es que no tengo nada mejor que hacer? ¿Entonces? ¡Es increíble el tiempo que se pierde en esta operación estúpida! Al principio, pensé que se trataba de una idea obsesiva. Luego vi que era nada más y nada menos que un reflejo, es decir, esa reacción espontánea, incontrolada, que surge a consecuencia de un hábito adquirido y que tiene toda la fuerza de un instinto. Que se lo pregunten si no a los perros de Pavlov, o a Pavlov, o a los que han leído a Pavlov, o a los que han leído a los que han leído a Pavlov.

Vivimos sumergidos en un mundo mágico de jueves, lunes, sábados, martes, viernes, miércoles y domingos; en un mundo de materias ilusoriamente inmóviles, de formas invisibles, de células y de átomos, de neutrones y de electrones, de llaves que no funcionan, de vestigios de sentimientos primitivos, de cajones que se atascan, de órganos atrofiados, de inquietantes sensaciones de lo ya vivido, de agujas y de botones perdidos… Viejos mitos afloran en nuestro espíritu. Ojos, bocas, pelos, orejas, narices, repertorio íntegro de gestos, malconformaciones o rasgos bellos duermen en nuestras células un sueño de siglos… La llamada a la vida es arbitraria, sujeta enteramente al azar…

En medio de tantas y tan misteriosas corrientes, tuve la suerte de conocer a Juana. Pensé que nuestro encuentro había sido providencial. Bajo su influencia —porque Juana tuvo siempre sobre mí una influencia biológica tan fuerte como una corriente cósmica—, escapé momentáneamente al proceso de hominización que empezaba a agudizarse en mí de forma alarmante. 

Me sentí como absorbido por una esponja y hasta experimenté la sensación de haber retrocedido varios milenios en la evolución de nuestra especie. 

Pertenezco a una familia de intelectuales puros. Mi padre y mis dos abuelos fueron profesores de Universidad con vocaciones decididas en el campo de sus disciplinas. Un hermano de mi madre, que murió muy joven, dejó, no obstante, un nombre ilustre en las letras. Mi misma madre es mujer muy inteligente aunque modesta y reservada. Ha llevado una vida austera, al lado de mi padre, escribiéndole a máquina los libros de texto que él escribía con grafismos inteligibles sólo para ellas. Por mi parte, a los seis años, leía el latín y el griego y ganaba a los amigos de mi padre las partidas de ajedrez. Oí decir que fui un niño superdotado, yo diría más bien supercivilizado. 

Por eso, Juana representó para mí la optimista liberación del esfuerzo, la inconsciente insustancialidad, la alegría de una vida sin complicaciones intelectuales ni filosóficas. Acostumbrado a que en mi casa no nos interesase más que aquello que no se ve, Juana me enseñó a amar lo visible. 

En la actualidad, estoy doctorado en ciencias naturales y me han concedido una beca de dos años para un centro experimental de Virginia. 

Llevo tres años casado y aún no he tenido hijos. En realidad, no siento deseos de arrancar a nuestras células reproductoras esos dos medios equipos de genes que, unidos, formarán un lote que fácilmente podría ser funesto. Juana tuvo, según parece, un hermanito mongólico y una tía carnal que se convirtió en árbol y empezó a echar hojas desaforadamente en pleno otoño. Yo, por mi parte, cuento con un abuelo sifilítico que, gracias a serlo, tuvo destellos geniales en su inteligencia, pero que bien podría dar origen a una criatura idiota. Hasta que uno no pueda eliminar las taras o escoger un equipo de genes a la medida de nuestro gusto, como escogemos nuestra indumentaria, la paternidad será un juego arriesgado del que habrá que huir. 

Apenas nos casamos, Juana empezó a reclamar de mí una cantidad increíble de bonos mágicos que, inmediatamente, canjea por ilusiones. Las ilusiones de Juana son siempre las mismas: todo lo que cambie parcial o totalmente su apariencia corporal, y concede una importancia desmedida a su modo de aparecer. 

Juana tiene una boca fresca de dientes blanquísimas y perfectamente alineados y unos tacones tan finos y tan altos, que me sorprende verla desplazarse con pasmosa agilidad como si fuese una rara y preciosísima ave zancuda. Además, las hormonas de Juana emiten ondas a intensidades increíbles. Uno adivina su presencia a veinte minutos de distancia, cuando a otras mujeres sólo se las siente a dos metros y a otras únicamente al tocarlas. 

No creo que esté lejos el momento en que se descubra científicamente que el origen de la fuerza amorosa es la emisión y la absorción recíproca de ondas magnéticas. 

Estoy seguro de que, sin saberlo, a Juana le gusta jugar a las mutaciones. ¿Por qué si no cambia el color de su pelo, el de sus mejillas, el de sus labios, el de sus uñas? ¿Por qué sus párpados superiores son a veces de un delicado tono azul? ¿Por qué bordea los ojos en ocasiones con un trazo negro, duro y terrible, que les imprime una forma de almendra y los prolonga por los extremos hacia arriba? ¿Por qué aparece a veces como bajo una lluvia de flores extrañamente estilizadas, o a lunares, o a rayas? ¿Por qué se envuelve en pieles de animales? ¿Por qué unos días es azul, verde, roja, color de rosa o naranja? Observándola, me siento perplejo. ¿Por qué pone sobre su cabeza objetos extraños que, debo confesarlo, me producen cierto malestar? ¿Por qué ensancha o adelgaza alternativamente su silueta y se cubre y descubre la garganta, la espalda, los brazos o las piernas? 

A veces me pregunto por qué ella, tan femenina, se empeña en ostentar la vistosidad propia del macho animal —el macho animal es siempre el de las apariencias más vistosas—, mientras que yo, macho indudable de la especie humana, sentiría sonrojo de exhibirme en tales condiciones. ¿Por qué, mientras tanto —y esto es lo verdaderamente extraño—, yo mismo, de forma enteramente espontánea, he adoptado el aspecto insignificante y sombrío de la hembra animal? ¿Cuáles pueden ser las razones de que ella y yo hayamos invertido hasta el extremo de nuestros papeles? Todo hace pensar que, en un principio, nuestra especie debió de obrar instintivamente, de acuerdo con las normas impuestas en zoología por la naturaleza. La artificiosidad del hombre siguió en su origen este mismo camino. Los primeros adornos, los primeros trajes, marcaban todavía la mayor vistosidad del varón. Más tarde, se igualan varón y hembra, y a partir del siglo diecinueve, se inicia el proceso contrario hasta llegar al resultado de hoy.

A veces pienso, también, que Juana y yo pertenecemos a civilizaciones distintas. Evidentemente, ella forma parte todavía de una vieja civilización ya caduca o, mejor dicho, de una serie de civilizaciones hundidas en el pasado. Por eso ostenta todavía trazas marcadísimas de arcaísmos, mientras que yo…

Henri Breuil dice que <<acabamos de soltar las últimas amarras que nos sujetaban al Neolítico>>. Pues bien, yo creo que Juana ha quedado del lado de allá y que algo nos separa, fatalmente, día a día…

Esto es precisamente lo grave, esto es lo que me preocupa…

Pero su boca es tan fresca… Tan joven, que sigue incitándome al beso.

—Juana, escucha— dije después de haberla besado deliciosamente—, no soy yo quien habla, es Teilhard de Chardin: <<Si en un estado prodigiosamente rudimentario, sin duda, pero ya naciente, no hubiese existido ninguna propensión interna a unirse hasta en la molécula, sería físicamente imposible al amor aparecer más allá, en nosotros, en el estado hominizado.>>

Mientras hablaba, Juana cambiaba de color. Sí. En tan breve plazo, pasó del rojo vivo al violeta, y, inmediatamente, adquirió un intenso color azul. Al mismo tiempo, los labios y las uñas empalidecieron y su pelo adquirió tonalidades cenicientas. 

Estaba más atrayente que nunca. Me acerqué a ella.

—Juana, por favor, ¡escúchame, te lo suplico! 

Cogí sus manos entre las mías y continué:

—<<El amor, en todas sus formas, no es otra cosa, ni nada menos, que el rastro más o menos marcado en el corazón del elemento por la convergencia psíquica sobre sí mismo del universo.>>

Las formas de Juana sufrían en este momento un extraño eclipse. Sus pechos, la frágil estrechez de su cintura, desaparecieron misteriosamente.

—Juana, intenta comprender lo que te digo, tú y yo no somos sino fetos de antropoide que hemos crecido y, sin madurar, hemos adquirido la facultad de reproducirnos. Es precisamente nuestra inmadurez…

Comprendí que debía abreviar y, tras una pausa, continué: 

—Bueno, en realidad nuestros abuelos se encontraron un día en medio de la naturaleza con la abrumadora tarea de inventar una nueva especie: el hombre. Tú y yo pertenecemos a esa especie, Juana, y ¿te das cuenta de que, movidos por no sabemos qué misteriosa energía, tenemos que proseguir la tarea emprendida hasta llegar no sabemos a qué meta? 

El color de Juana pasaba transitoriamente por el verde hasta caer en un magnífico tono amarillo. Sus uñas cobraron tonalidades nacaradas y los labios pasaron del rojo claro a un delicado tono de rosa.

Pensé: se aburre.

—Me arriesgué a preguntarle: 

—¿Qué cosas te interesan, Juana?

—Reír—por ejemplo. 

—¿Y sonreír?

—Menos.

—¿Y leer?

—No.

—¿Has leído alguna vez algún libro?

—Sí, uno. 

—¿Cómo se titulaba?

—No me acuerdo.

—¿Lo terminaste? 

—No. ¿Cómo lo sabes?

—Qué se [sic] yo…

—Juana, ¿sabes quién fué Julio César?

—Un torero.

—¿Y Copérnico?

—Un caballo.

—¿Y Platón?

—Un perro. 

—¿Y Eistein [sic]?

—No he oído nunca ese nombre.

—¿Y Galileo, y Linneo, y Mendel, y Julián Huxley, y Von Braun? ¿Qué es una galaxía [sic], Juana, qué es el átomo, y la célula, qué es la Vida Juana, qué es el Espacio-Tiempo…?

El cuerpo de Juana era en estos momentos multicolor. Sus uñas, cada vez más nacaradas; el pelo, cada vez más pálido; las carnes, más bronceadas…

Me di cuenta de que a Juana sólo le interesaba cambiar de color y de forma.

Me quité los zapatos y me puse el pijama.

Me acosté solo, sin ella, en mi cama. La suya, la de Juana, estaba vacía junto a la mía. La ventana de nuestra habitación, abierta…

Era verano.

¿Por qué, después de unos momentos, vi sobre la cama de Juana una mariposa, por cierto bellísima? ¿Por qué los colores de sus alas parecían cambiar bajo el reflejo de la luz eléctrica? 

Tuve un gesto de conformidad triste. 

Tal vez será mejor así— pensé. 

Luego empecé a ordenar mis ideas, porque al día siguiente me aguardaba una jornada de intenso trabajo. La semana que viene tengo que tomar el avión para Virginia.

Me dispuse a cerrar los ojos dejando a la mariposa prisionera de mi retina. Yo sabía que, durante el sueño, bajaría hasta mi corazón. 

Fué entonces cuando oí la voz de Juana que me gritaba desde el borde mismo del Neolítico:

—¿Cómo? ¿Te has acostado ya? ¿Es que no salimos esta noche?

No he vuelto a verla desde entonces.