Social Classes
The poor are princes who must reconquer their kingdom.
Agustín Díaz-Yanes, Nobody Will Talk About Us When We’re Dead
When he was six years old, my father worked
from spring to spring.
From sunrise to sunset he cared for animals.
The foreman tied him to a rope
so he wouldn’t get lost in the ditches,
in the branches of the olive trees, in the streams,
in the winter frost of the gullies.
When it grew dark, he pulled him back easily,
returning him white as snow,
bruised, his hands
trembling and blistered,
and a tangle of abandonment
in the fragile walls
of his pink lungs
and his tiny heart.
In his last years he became a child again.
He remembered the proletarian cold,
(now embedded in his bones),
the scent of sage, the first silent film,
and the bread with olive oil at the hour of the Angelus,
the hour of mock nutrition.
But his master, who was kind,
with his leather boots and rain gloves,
took him once, in a horse-drawn carriage,
to the doctor. He does not remember the trip.
When they withdrew him from the carriage he had no pulse,
his fever was above 104 degrees,
and he was about to die,
my father, six years old, of that pneumonia.
My father, six years old.
The Inheritance
The inconsolable cold of the poor.
Affluence is not enough to blanket the cold
inherited in the genes and born from rubble.
No firewood can melt that much embryonic snow.
We light fireplaces. We knit a sun with wool,
a closetful of suns, illusory fabric.
We acquire down comforters like a bird’s nest.
And the cold, underneath, remains.
From the marrow the subcurrent of ice returns
to cover my eyes like dried blood.
Now everything is blackness, glacier, and blood.
A euthanizing river thickens in my veins,
the brutal abandonment of a paternal hand,
the brothers lost in the haste of a bridge.
Congenital illness watches me, simmering.
It mocks my flight when I change my name
and usurp the rights of another’s life.
Now everything is scar, hospital, and scorpions.
You withstand the barrios, the whiteness
of the lice and the infusions. You learn the customs.
You gain access to the office, the clothes, the warmth,
to the cushioning heat of bodies.
And yet the cold remains.
The Lice
When I return from a trip,
stained by the trains’ migration,
towering because of the height of the flights,
it seems that home, this home of mine,
has allowed itself to be invaded by woodworm,
and next to each object there are small piles
of yellow dust or flecks of a pill,
like dry tears, traces of semen,
rancid powder of a banned book,
old snow or fossilized hail.
Like the dirty snow that some children
have in their hair, I myself a toddler,
I myself, blond hair splattered
with larvae at the moment they hatch.
Cold lice of an abandoned child, contamination
and sick dandruff
learning to read at three parasitic years,
my lice learning like me
that alphabet common to human vermin.
My lice learning addition and subtraction,
multiplying their eggs: our mane sparkles.
In short, that snow receives me, the salt
of a southern swamp banished to my house.
The woman in her deepest soul receives me,
the rage of my shadow, combatant,
the vulva and its statutes not yet obeyed.
My attachment to lemons welcomes me
and the bluing of white clothes.
And also a pinch of madness,
the harsh unlikelihood of another life,
another life of patios and lilies.
I want to return then to cities
foreign and utopic, rebellious streets,
so as never to cheapen the dream.
And go back to the most remote campfires
a time when we lived wildly
in damp caves, gathering fruits
and firewood, woman sapiens of the Neolithic,
covered with the hides of the hunt,
when as iron oxide artists,
almost domesticated humans,
we painted our most primal scenes.
Let the future erect distance
while hyenas devour fresh cadavers.
Both my cruelty and my egotism are such
that sometimes I forget my own heart beats,
and then, psychopathic, I desire an evil
that shames me even to say it:
Let lice hatch in the heads of others.
Clases sociales
Los pobres son príncipes que tienen que reconquistar su reino.
Agustín Díaz-Yanes, Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto
Con seis años, mi padre trabajaba
de primavera a primavera.
De sol a sol cuidaba de animales.
El capataz lo ataba de una cuerda
para que no se perdiera en las zanjas,
en las ramas de olivo, en los arroyos,
en la escarcha invernal de los barrancos.
Ya cuando oscurecía, sin esfuerzo, tiraba de él,
lo regresaba níveo,
amoratado, con temblores
y ampollas en las manos,
y alguna enredadera de abandono
en las paredes quebradizas
de sus pulmones rosas
y su pequeño corazón.
En sus últimos años volvía a ser un niño.
Se acordaba del frío proletario,
(porque ya era substancia de sus huesos),
del aroma de salvia, del primer cine mudo
y del pan con aceite que le daban al ángelus,
en la hora de las falsas proteínas.
Pero su señorito, que era bueno,
con sus botas de piel y sus guantes de lluvia,
una vez lo llevó, en coche de caballos,
al médico. Le falla la memoria del viaje.
Lo sacaron del cortijo sin pulso,
tenía más de cuarenta de fiebre
y había estado a punto de morirse,
con seis años, mi padre, de aquella pulmonía.
Con seis años, mi padre.
La herencia
El frío inconsolable de los pobres.
No basta la abundancia para arropar el frío
que se hereda en los genes y nace del escombro.
No hay leña que derrita tanta nieve embrionaria.
Se encienden chimeneas. Con la lana se teje un sol,
un armario de soles, un paño de artificio.
Se adquieren edredones como un nido de pájaros.
Y el frío, por debajo, permanece.
De la médula vuelve la trastienda del hielo
a cubrirme los ojos como sangre reseca.
Ya todo es negritud, glaciar y sangre.
Por mis venas se espesa la eutanasia de un río,
el brutal abandono de la mano paterna,
los hermanos perdidos en la prisa de un puente.
La enfermedad congénita me vigila larvada.
Se burla de mi huida cuando cambio de nombre
y usurpo los derechos de otra vida.
Ya todo es cicatriz, hospital y alacranes.
Se conquistan los barrios, la blancura
de las liendres y el suero. Se aprende la costumbre.
Se accede a la oficina, al ropaje, a la fiebre,
al calor esponjoso de los cuerpos.
Y el frío, sin embargo, permanece.
Las liendres
Cuando llego de un viaje,
manchada del destierro de los trenes,
gigante por la altura de los vuelos,
parece que el hogar, este hogar mío,
se ha dejado invadir por la carcoma,
y junto a cada cosa hay pequeños montones
de polvo amarillento o serrín de una píldora,
como lágrimas secas, limaduras de semen,
rancia harina de libro censurado,
nieve vieja o granizo arqueológico.
Como es nieve sucia que llevan por el pelo
algunos niños, yo misma criatura,
yo misma salpicado el pelo rubio
de larvas en su punto de eclosión.
Liendres frías de expósita, contagio
y caspa enferma
aprendiendo a leer con tres años parásitos,
aprendiendo mis liendres como yo
ese alfabeto igual de los más bichos.
Aprendiendo mis liendres las sumas y las restas,
multiplicando sus huevos: la melena fulgura.
Me recibe esa nieve, en fin, la sal
de una marisma sur desterrada en mi casa.
La mujer en su almario me recibe,
la rabia de mi sombra, combatiente,
la vulva y su estatuto por cumplir.
Me recibe el arraigo a los limones
y al azulillo de la blanca ropa.
Y también un pellizco de locura,
la incertidumbre bronca de otra vida
si otra fuera mi vida con patios y pilastras.
Quiero entonces volver a las ciudades
extranjeras y utópicas, a la calle insurrecta,
para no abaratar el sueño nunca.
Y volver a las brasas más remotas
de cuando en cuevas húmedas
habitamos silvestres, recolectando frutos
y leña, mujer sapiens del Neolítico,
cubiertos por las pieles de la caza,
cuando artistas del óxido,
casi humanos domésticos,
pintamos las escenas más rupestres.
Que levante el futuro la distancia,
que las hienas devoren los cadáveres frescos.
Y tanta mi crueldad y tanto mi egoísmo
que a veces los latidos se me olvidan,
y entonces quiero un mal como psicópata
que me humilla nombrarlo solamente:
Que eclosionen las liendres en las cabezas de otros.